Colección "Era una vez en la Escuela"
Por Lilia E. Calderón Almerco
Por aquellos años en la escuela Primaria recibíamos clases de costura los días sábados por las mañanas, después del recreo. La maestra, de quien no recuerdo su nombre, era una mujer de unos 50 años, de cabello castaño, de baja estatura, muy seria, que cubría su vestuario con un mandil celeste, y llevaba siempre un collar de perlas blancas. Lo que más recuerdo de ella eran sus uñas largas, pintadas de rojo brillante.
Al inicio de la clase, la maestra nos revisaba las uñas y las palmas de las manos a todas las estudiantes, una por una, y si no estaban muy limpias, nos mandaba a lavarlas. Después, de la bolsa de costura sacábamos un retazo de tela donde cosíamos varios modelos de puntadas; punto hilván, punto cadena, punto atrás, punto ojal, punto cruz y otros que ya no recuerdo. En esta clase, no me iba tan bien como en las otras, pues varias veces, la maestra me mandaba descoser y volver a coser o yo lo hacía por propia iniciativa cuando me sentía disconforme con mi costura.
En esta clase, era usual que recitáramos la oración del Rosario mientras cosíamos. La maestra se paseaba entre nosotras rezando las avemarías en voz alta, repasando las cuentas del rosario que llevaba en las manos, a la vez que nos observaba cómo cosíamos. Yo rezaba maquinalmente, me concentraba más en la costura.
Un día, una niña que apellidaba Zúñiga rezaba las avemarías a gritos, como jugando, como aburrida; entonces, la maestra se acercó a ella y le pellizcó la mano con sus largas uñas y siguió caminando y rezando en voz alta como si nada. La niña se encogió de dolor, no rezaba más, no cosía más, lloraba en silencio, parecía no comprender por qué la habían pellizcado.
Estoy segura de que esa mañana, la Virgen María estaba muy descontenta con aquella maestra de costura.
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