Elaboración propia
Julián, el pastorcito
que vio a Jesús en Navidad,
pastoreaba corderitos
y ayudaba a su papá.
pues el ángel le avisó
que vendría el Niño Dios.
Y Julián partió contento
con su manta y su jumento
a adorar el nacimiento.
Con sus ojitos de aguas puras
al Niñito está mirando
y los ángeles cantando
"Gloria a Dios en las alturas".
Hola. Pongo a disposición de estudiantes y docentes de Primaria este recurso audiovisual que podría ser aplicado en el aprendizaje de la lectoescritura en español como segunda lengua, principalmente.
Por: Lilia Esmeralda Calderón Almerco
menudito y
agraciado,
tan pequeño y
tan travieso
que se mete
en un zapato.
Son sus ojos
dos lagunas
de aguas
verdes y oscuras
que me buscan
dondequiera
y me espían con
ternura.
Salta como acróbata
y se esconde
en un rincón.
No lo he
visto en todo el día,
solo escucho
su ron, ron.
Por Lilia E. Calderón Almerco
Es Gina doña gallina
del corral la más hermosa
con sus aires de bailarina
y su fama de cantora.
Qué bonita gallinita
tan coqueta y elegante,
caminando presumida
en sus tacos y sus guantes.
Con pañoleta de seda
y abanico de coral,
al sombrero una azucena,
sale Gina del corral.
En aquella escuela
estatal limeña de los años 60, las alumnas pasaban de primero a segundo año de
Primaria, sí y solo sí sabían leer, norma que era conocida y acatada por todos
los docentes y padres de familia. Al finalizar el año escolar, las alumnas que
obtenían baja calificación en lectura volvían a ser evaluadas al inicio del año
siguiente, y solo eran matriculadas al segundo año, las niñas que lograban leer
correctamente. Las que no, debían repetir el primero de Primaria.
Una tarde que
Rosario faltó a la clase, la maestra fue a visitarla a su casa que quedaba a
una cuadra de la escuela, y vio que la niña estaba jugando feliz y que tenía
muchísimos juguetes.
Pasaban los meses, se acercaba el fin de año, y casi todas las niñas de Primero ya sabían leer. Recitaban de memoria ¡Oh qué alegría, qué gran placer! ¡Hoy es mi día, ya sé leer! Pero, Rosario no leía, no sabía o no quería leer. Su libro Coquito estaba tan nuevo como el primer día de clases, mientras que el de sus compañeras se veía muy envejecido.
Unos días antes del examen final de lectura, la mamá de Rosario llegó a la escuela llevando una canasta de frutas que obsequió a la maestra, rogándole que ayude a su niña para que no desapruebe el examen, pues si esto ocurría, la madrina de Rosario que vivía en el extranjero no le enviaría su regalo de navidad.
En las evaluaciones finales, la pequeña Rosario desaprobó el examen de lectura y al año siguiente tuvo que repetir el primero de Primaria.
El conejo Sinforoso,
el que tiene ojos color café
y grandes bigotes rojos,
es un conejo estudioso.
A saltitos va a la escuela
con gran dedicación,
sus orejas siempre atentas
no se pierden la lección.
El conejo Sinforoso
quiere libros y zanahorias,
y como es tan empeñoso
está escribiendo sus memorias.
En aquella escuela de Primaria, al final de cada bimestre se
entregaba la medalla soñada como premio a la alumna del más alto puntaje en
“aprovechamiento”. Era una medalla ovalada, era de plata, estoy segura, atada a una
cinta rojiblanca que la directora prendía en el pecho de la niña que ocupaba el
primer lugar en toda la escuela. También se entregaba una medalla de cinta
celeste para el segundo lugar y de cinta verde para el tercero. Durante
dos meses, las niñas premiadas llevaban la medalla en el pecho con orgullo, y eran
respetadas y admiradas por todas sus compañeras. La entrega de estas medallas
se realizaba en el patio central de la escuela ante la presencia de la
directora, las maestras y el alumnado, y se consideraba uno de los eventos más
importantes del año. Las niñas de aquella escuela se esforzaban mucho y
competían entre sí para merecer el honor de llevar en el pecho en algún bimestre la medalla soñada.
Aquel año ocurrió algo inesperado. El Ministerio de
Educación había dispuesto que las alumnas del segundo y tercer lugar en
“aprovechamiento” ya no recibieran medallas como premio sino libros de cuentos.
Las alumnas quedaron desconcertadas, mientras que las maestras y los padres de
familia se mostraban disconformes, pero no había más opción que acatar dicha orden.
Aquella mañana de premiación, todas las niñas estaban en el
patio muy bien uniformadas y acicalas sin el mandil de uso diario, y muy bien alineadas
en filas y columnas. Adelante estaban las tres niñas que habían ocupado los
primeros lugares. Una de ellas lloraba silenciosamente, era la del segundo
lugar. Su maestra la consolaba, pero ella sollozaba con las manos cubriéndole
el rostro.
Llegado el momento de la premiación, la niña del primer
lugar fue llamada y la directora le colocó la medalla de la cinta rojiblanca en
el pecho ante el aplauso general, las felicitaciones y las miradas de
admiración. Luego, fueron llamadas las niñas del segundo y tercer lugar, y la
directora les entregó su respectivo libro de cuentos. También hubo aplausos y
felicitaciones y miradas de asombro.
La niña del segundo lugar ya no lloraba, pero se veía triste
y cabizbaja, entonces la niña del primer lugar se le acercó y le pidió que le
mostrara su libro de cuentos. El libro era grande, de pasta dura y a color,
hermosamente ilustrado, con imágenes en tercera dimensión que surgían al abrir
el libro. La niña del primer lugar quedó maravillada y deseosa de que ese libro
fuera suyo. Al momento, le preguntó a la niña del segundo lugar si quería
cambiar el libro por la medalla. Inmediatamente, ambas fueron ante la directora
para consultarle sobre el intercambio, pero ésta quedó perpleja y respondió que
eso no estaba permitido, que esa medalla era símbolo de honor y que debía ser
llevada en el pecho por la primera alumna de la escuela durante dos meses.
Luego, dijo a la niña del segundo lugar que estudiara más si quería obtenerla.
Por un tiempo, las niñas de aquella escuela siguieron compitiendo por ganarse la medalla soñada, pero tiempo después, esa medalla fue reemplazada por una enciclopedia, más tarde por un diploma, y mucho más tarde por nada.
Por Lilia E. Calderón Almerco
Por aquellos años en la escuela Primaria recibíamos clases de costura los días sábados por las mañanas, después del recreo. La maestra, de quien no recuerdo su nombre, era una mujer de unos 50 años, de cabello castaño, de baja estatura, muy seria, que cubría su vestuario con un mandil celeste, y llevaba siempre un collar de perlas blancas. Lo que más recuerdo de ella eran sus uñas largas, pintadas de rojo brillante.
Al inicio de la clase, la maestra nos revisaba las uñas y las palmas de las manos a todas las estudiantes, una por una, y si no estaban muy limpias, nos mandaba a lavarlas. Después, de la bolsa de costura sacábamos un retazo de tela donde cosíamos varios modelos de puntadas; punto hilván, punto cadena, punto atrás, punto ojal, punto cruz y otros que ya no recuerdo. En esta clase, no me iba tan bien como en las otras, pues varias veces, la maestra me mandaba descoser y volver a coser o yo lo hacía por propia iniciativa cuando me sentía disconforme con mi costura.
En esta clase, era usual que recitáramos la oración del Rosario mientras cosíamos. La maestra se paseaba entre nosotras rezando las avemarías en voz alta, repasando las cuentas del rosario que llevaba en las manos, a la vez que nos observaba cómo cosíamos. Yo rezaba maquinalmente, me concentraba más en la costura.
Un día, una niña que apellidaba Zúñiga rezaba las avemarías a gritos, como jugando, como aburrida; entonces, la maestra se acercó a ella y le pellizcó la mano con sus largas uñas y siguió caminando y rezando en voz alta como si nada. La niña se encogió de dolor, no rezaba más, no cosía más, lloraba en silencio, parecía no comprender por qué la habían pellizcado.
Estoy segura de que esa mañana, la Virgen María estaba muy descontenta con aquella maestra de costura.