En aquella escuela
estatal limeña de los años 60, las alumnas pasaban de primero a segundo año de
Primaria, sí y solo sí sabían leer, norma que era conocida y acatada por todos
los docentes y padres de familia. Al finalizar el año escolar, las alumnas que
obtenían baja calificación en lectura volvían a ser evaluadas al inicio del año
siguiente, y solo eran matriculadas al segundo año, las niñas que lograban leer
correctamente. Las que no, debían repetir el primero de Primaria.
Una tarde que
Rosario faltó a la clase, la maestra fue a visitarla a su casa que quedaba a
una cuadra de la escuela, y vio que la niña estaba jugando feliz y que tenía
muchísimos juguetes.
Pasaban los meses, se acercaba el fin de año, y casi todas las niñas de Primero ya sabían leer. Recitaban de memoria ¡Oh qué alegría, qué gran placer! ¡Hoy es mi día, ya sé leer! Pero, Rosario no leía, no sabía o no quería leer. Su libro Coquito estaba tan nuevo como el primer día de clases, mientras que el de sus compañeras se veía muy envejecido.
Unos días antes del examen final de lectura, la mamá de Rosario llegó a la escuela llevando una canasta de frutas que obsequió a la maestra, rogándole que ayude a su niña para que no desapruebe el examen, pues si esto ocurría, la madrina de Rosario que vivía en el extranjero no le enviaría su regalo de navidad.
En las evaluaciones finales, la pequeña Rosario desaprobó el examen de lectura y al año siguiente tuvo que repetir el primero de Primaria.