De la colección "Era una vez en la escuela"
Por Lilia E. Calderón Almerco
En aquella escuela de Primaria, al final de cada bimestre se
entregaba la medalla soñada como premio a la alumna del más alto puntaje en
“aprovechamiento”. Era una medalla ovalada, era de plata, estoy segura, atada a una
cinta rojiblanca que la directora prendía en el pecho de la niña que ocupaba el
primer lugar en toda la escuela. También se entregaba una medalla de cinta
celeste para el segundo lugar y de cinta verde para el tercero. Durante
dos meses, las niñas premiadas llevaban la medalla en el pecho con orgullo, y eran
respetadas y admiradas por todas sus compañeras. La entrega de estas medallas
se realizaba en el patio central de la escuela ante la presencia de la
directora, las maestras y el alumnado, y se consideraba uno de los eventos más
importantes del año. Las niñas de aquella escuela se esforzaban mucho y
competían entre sí para merecer el honor de llevar en el pecho en algún bimestre la medalla soñada.
Aquel año ocurrió algo inesperado. El Ministerio de
Educación había dispuesto que las alumnas del segundo y tercer lugar en
“aprovechamiento” ya no recibieran medallas como premio sino libros de cuentos.
Las alumnas quedaron desconcertadas, mientras que las maestras y los padres de
familia se mostraban disconformes, pero no había más opción que acatar dicha orden.
Aquella mañana de premiación, todas las niñas estaban en el
patio muy bien uniformadas y acicalas sin el mandil de uso diario, y muy bien alineadas
en filas y columnas. Adelante estaban las tres niñas que habían ocupado los
primeros lugares. Una de ellas lloraba silenciosamente, era la del segundo
lugar. Su maestra la consolaba, pero ella sollozaba con las manos cubriéndole
el rostro.
Llegado el momento de la premiación, la niña del primer
lugar fue llamada y la directora le colocó la medalla de la cinta rojiblanca en
el pecho ante el aplauso general, las felicitaciones y las miradas de
admiración. Luego, fueron llamadas las niñas del segundo y tercer lugar, y la
directora les entregó su respectivo libro de cuentos. También hubo aplausos y
felicitaciones y miradas de asombro.
La niña del segundo lugar ya no lloraba, pero se veía triste
y cabizbaja, entonces la niña del primer lugar se le acercó y le pidió que le
mostrara su libro de cuentos. El libro era grande, de pasta dura y a color,
hermosamente ilustrado, con imágenes en tercera dimensión que surgían al abrir
el libro. La niña del primer lugar quedó maravillada y deseosa de que ese libro
fuera suyo. Al momento, le preguntó a la niña del segundo lugar si quería
cambiar el libro por la medalla. Inmediatamente, ambas fueron ante la directora
para consultarle sobre el intercambio, pero ésta quedó perpleja y respondió que
eso no estaba permitido, que esa medalla era símbolo de honor y que debía ser
llevada en el pecho por la primera alumna de la escuela durante dos meses.
Luego, dijo a la niña del segundo lugar que estudiara más si quería obtenerla.
Por un tiempo, las niñas de aquella escuela siguieron
compitiendo por ganarse la medalla soñada, pero tiempo después, esa medalla fue
reemplazada por una enciclopedia, más tarde por un diploma, y mucho más tarde
por nada.