Por
Lilia E. Calderón Almerco
Ella era la señorita
Flora. Todas las mañanas la veía entrar al aula vestida con un conjunto sastre
de color oscuro, zapatos de tacón medio y una cartera grande. Su cabello era
corto hasta la nuca, ligeramente rizado y de color negro; siempre lo llevaba
peinado hacia atrás. Recuerdo que sus pendientes, generalmente eran perlas de
color blanco, y que en el cuello llevaba una cadena con una medalla de la
Virgen María o de algún Santo, tal vez. Sus modales eran suaves y discretos, y
en aquella época tendría unos 30 años o más.
Entraba caminado muy
derecha, con solemnidad. Su sola
presencia inspiraba respeto. Nos saludaba con una sonrisa leve y nos invitaba a
sentarnos. Luego, sacaba del armario un guardapolvo celeste de cuello blanco
muy bien doblado y se lo ponía con gran cuidado. También sacaba del armario un
cuaderno grande, una caja de tizas, una mota, libros, un portalápices, y todo
lo acomodaba sobre su escritorio. Luego, se sentaba y empezaba a pasar lista.
Para nosotras, era muy importante sentir su mirada al decir nuestro nombre para
luego contestar con alegría ¡Presente!
Al terminar, se levantaba y escribía la fecha en la pizarra. Su caligrafía era
perfecta, y creo que todas las niñas procurábamos imitarla. Seguidamente, se paseaba entre las hileras de
carpetas revisando la tarea dejada el día anterior. Después de este ritual, se
iniciaba la clase del día.
Una vez al mes, la
señorita Flora traía un bizcochuelo muy grande, y a la hora del recreo nos los
repartía. Esto nos hacía muy felices. Durante los años que fue nuestra maestra
nunca la oímos gritar o enojarse con facilidad. Cuando nos portábamos mal, ella
se ponía muy seria y nos observaba en silencio. Eso bastaba para que todo
volviera al orden habitual.
Con cariño y gratitud, así
es como recuerdo a la señorita Flora, aquella maestra de escuela estatal de
quien recibí el tesoro que es la educación de mis primeros años. Al terminar la
Primaria, no volví a verla pero nunca la
he olvidado a ella ni todo lo aprendido gracias a ella. ¡Muchas gracias,
maestra Flora!